Teatro

En la soledad de los campos de algodón, penumbras de la mente

Por: Oswaldo Valdovinos — 7 de febrero, 2007

En la soledad de los campos de algodon se presenta en el Foro Sor Juana Ines de la Cruz Los mercenarios se dan al mejor postor. Para ellos los ideales, la justicia, la verdad, la razón, las doctrinas políticas, los sistemas económicos son simples palabras que no significan nada, o en todo caso tienen un mismo referente: dinero. Pero hay otro tipo de mercenarios que van más allá de tales intereses mundanos, más allá del poder sobre la vida o sobre la muerte: lo importante es traficar con la realidad, tergiversarla a placer para crear otras tantas según las necesidades y los caprichos; darle nuevos horizontes por desquiciados que sean, siempre y cuando estén estructurados sobre bases sólidas que sean capaces de reformarse y regenerarse a sí mismas, pues al fin y al cabo los límites no están en las 27 letras del español, sino en todas las posibilidades que éstas ofrecen. Es decir, lo infinito.

Así pues, el poder radica en las palabras y en lo que se puede hacer con ellas. “Sólo existe lo que se nombra”, diría un personaje de Carlos Fuentes en su libro de cuentos El naranjo, sólo es posible lo que se enuncia; de ahí que el léxico sea una poderosa arma que lo mismo se usa para crear que para destruir. Se exilia todo aquello que no corresponda con lo que se dice pues al no ser nombrado, no existe; lo mismo se desecha mediante sofismas lo que no sirve en un momento, para luego recuperarlo como el mejor argumento.

En la soledad de los campos de algodon de de Bernard-Marie Koltes Las metátesis son permisibles siempre y cuando respondan a una lógica sustentada en los propios significados que adquieren las palabras; los accidentes gramaticales suceden siempre y cuando se pierda el dominio sobre el lenguaje. Si esto pasa, entonces se renuncia de manera automática a toda esperanza y se confina al aislamiento, a una repetición de la desdicha hasta que pierde sentido, y cuando se pierde el sentido se llegan al vacío.

Tal es una de las premisas que conducen la puesta en escena En la soledad de los campos de algodón, de Bernard-Marie Koltès. Si bien todo parte del diálogo entre dos personajes (“Dígame qué desea y yo se lo vendo”, dice uno; “dígame qué tiene y le diré qué quiero”), previamente a estas palabras ya hay un juego escénico donde la ingravidez (las mesas flotan, las puertas adquieren horizontalidades peligrosas, los faroles emergen de lo etéreo), la creación momentánea de espacios cerrados (la mente divagante en una tina de baño, los muros como fronteras físicas que son borradas con el abrir a voluntad de las salidas de emergencia), la repetición, el movimiento sin aparente sentido, la abolición de la identidad (mediante desplazamientos erráticos o explosiones emocionales tan variables como los vestuarios), constituyen la línea narrativa que resume de algún modo esa traslación de lo cotidiano a lo extraornidario, de lo real a lo quimérico, de lo soso a lo desesperanzador.

Si bien hay dos personajes, El dealer, traficante, (deal: “transacción comercial realizada con base en valores prohibidos, un trato entre proveedores y clientes que se cierra en lugares indefinidos, mediante un código de signos convenidos o un diálogo de doble sentido, con el fin de evitar la traición o la estafa”) y El cliente que de manera recíproca venden “ilusiones que ellos creen son realidades de mundo” ubicados en un lugar sombrío que lo mismo puede estar en un andén del metro que en la mente del otro, hay siete actores que, a decir de Ricardo Díaz, “juegan generosamente a su límite: todos en escena, todos pueden tomar cualquier En la soledad de los campos de algodon bajo la direccion de Ricardo Diaz personaje, el que su estímulo antes de cada función les lleve a tomar… improvisan, gastan su herramienta, generan su memoria, su pasado”, su manera de decir las cosas, por lo que una frase en un actor es distinto y conlleva otro significado que la misma frase que dice otro, aunque el fin sea el mismo: tiranizarse, ejercer el poder indiscriminado, aunque los papeles se intercambien de manera constante y azarosa. Un juego que se convierte en “la defensa ciega de sus verdades que los conduce al mismo final de siempre, hombres violentándose, sorprendidos de llegar al punto de extrañeza donde ya no se controla nada y donde sólo es posible la muerte violenta”.

Si bien para el propio Bernard-Marie Koltès la obra es la historia de dos personajes, “una conversación, un diálogo a la manera del siglo XVIII, donde hay un blues-man imperturbablemente amable, dulce, uno de esos tipos que nunca se ponen nerviosos, que nunca piden nada, que se encuentra con el otro, un agresivo, un punk del East Side, imprevisible, un tipo que aterroriza”, tales parámetros se diluyen, pues los siete actores son personajes melancólicos que deambulan por todo el foro cambiándose constantemente de vestuario y accesorios como si ninguno satisficiera sus deseos; hablan de un objeto deseado mientras parecen encarnar una disputa igual por una botella con agua, que por un bolso, un peine o una caricia, todo en un espacio “donde sus moradores coinciden movidos por razones oscuras que se convierten siempre en espacios límite, en frontera entre la vida civilizada y el mundo salvaje. Espacio neutro donde desaparece la jurisdicción de los preceptos morales y las normas. Campo que ofrece silencioso amparo a hombres heridos por la urgencia o la desdicha y les permite resolver necesidades que no encuentran cauce”.

En la soledad de los campos de algodón se presenta, de viernes a domingo, en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz, del Centro cultural Universitario.

Una propuesta en la que Bernard-Marie Koltès evoca espacios residuales, abandonados, donde los seres humanos que encarnan sus personajes han de librar una batalla en la que media con frecuencia la propia supervivencia. Fotos: Lorena Alcaraz.

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“Uno no debe permitirse salir al escenario sin estar preparado en cuanto al conocimiento del personaje que se interpreta, si el ballet tiene una historia hay que contarla y vivirla lo mas real posible. Como intérprete, el reto es hacer llegar y entender al público la historia solo con los movimientos del cuerpo”, Raúl Fernández, diciembre 2009.