
Por: Enrique R. Mirabal — 1 de diciembre, 2009
De Troya a Guadalcanal, la guerra inspira al teatro.
Arthur Miller (1915- 2005), el exitoso dramaturgo norteamericano que ha ocupado la cartelera de Broadway por varias décadas, es tan conocido por su obra como por su vida privada, con dos momentos significativos y definitorios de su trayectoria: la era del senador McCarthy y su Comité a la caza de actividades anti-norteamericanas y el publicitado y fallido matrimonio con la actriz Marylin Monroe, prototipo de la estrella hollywoodense con su mundo ubicado, con estrecho margen de error, en el polo opuesto de las preocupaciones sociales y polÃticas del autor.
Varios premios como el Pulitzer y el Tony asà como varias adaptaciones de sus textos al cine y escasas incursiones en la narrativa completan el universo literario de Miller.
De su vida privada, concretamente de su absoluta irresponsabilidad como padre y su egoÃsmo sin lÃmites, se ocupa Pedro Almodóvar en algunos diálogos al comienzo de su más reciente pelÃcula, Los abrazos rotos.
En México, al igual que en muchos paÃses, directores y productores teatrales no han sido ajenos al trabajo del dramaturgo, sin embargo, en las últimas décadas, Miller ha estado ausente de los escenarios, quizás por varias razones- un elenco y director adecuados, el riesgo de que sus textos hayan envejecido… o simplemente por olvido.
Para sacar al norteamericano a la luz, Francisco Franco en la dirección y Jorge y Pedro Ortiz de Pinedo como productor nos convocan al Teatro Helénico para revisitar a Miller. La obra escogida, All my sons (1947), traducida explÃcitamente como Todos eran mis hijos, uno de los primeros éxitos del autor que fue llevado al cine en 1948 por el director Irving Reis con Edward G. Robinson, Mady Christian y Burt Lancaster entre otros.
En Nueva York, en el pasado 2008, la obra tuvo una breve temporada (convenida de antemano e independiente de los resultados en taquilla) con el valor agregado de la aparición de Mrs. Tom Cruise, es decir, Katie Holmes.
Valga la aclaración que en Norteamérica, las obras de Milller regresan cada década a los escenarios y, en especial, La muerte de un viajante es la favorita, casi un requisito de examen final para directores y actores en las universidades. De nuevo, nos remitimos al cine: Synecdoche New York de Charlie Kauffman se encarga de corroborarlo.
La puesta 2009 de Franco lleva como actores principales a Fernando Luján como el paterfamilia Keller, a Diana Bracho como la sra. Keller, Mario LorÃa como el hijo Chris y a Silvia Navarro como Ann Deever, novia del hijo fallecido en la Segunda Guerra Mundial.
El resto del elenco incluye a Miguel Pizarro, MartÃn Altomaro, Alpha Acosta y a Osvaldo Benavides y la intervención de un ensamble a manera de coro. La trama tiene como detonante la sospecha y posterior confirmación de la culpabilidad del acaudalado empresario Keller en la fabricación de piezas defectuosas para aviones de guerra con el trágico resultado de más de 20 pilotos muertos accidentalmente.
Alrededor de este motivo se mueven las piezas clave de la obra en un rejuego nÃtidamente clásico, heredado de los griegos, con las consiguientes anagnórisis, catarsis y némesis. La estructura es igualmente tradicional y la acción transcurre en las 24 horas de un dÃa veraniego.
El manejo de este difÃcil aunque establecido entramado muestra a un Miller en pleno dominio de la tradición y todos sus resortes, al igual que el diseño escénico, los desplazamientos, gestualidad y movimientos indicados a los actores por Francisco Franco denotan una seguridad y conocimiento de causa muy loables para llevar a un feliz destino la obra.
Las actuaciones, en disparejos estilos que van desde el realismo acendrado hasta convencionales recursos que traslucen lastres aprehendidos con el oficio no excluyen momentos de cierto lirismo patético (en el correcto sentido de la palabra y no en la jerga de sit com) y punzantes escenas colectivas como imágenes reflejo de una toma de conciencia, la misma que seguramente esgrimió Miller al denunciar las culpas de la sociedad norteamericana ante los pecados cometidos.
Esta moralina que asumió como intelectual, lo instaurarÃa como objetor de conciencia en otras piezas y en ésta, escrita al calor de las tropas en combate y el destape de casos similares por la prensa, le otorgan el crédito de documento fehaciente pero añejo y extremadamente verboso, es decir, sobrado de palabras y diálogos, de una cotidianeidad que a fuerza de remarcarla, produce un efecto contrario.
Qué tan vigentes o cercanas al gusto del público contemporáneo están las obras de Miller y, en particular, Todos eran mis hijos es un cuestionamiento que merece como respuesta una revisión del resto de su producción dramática.
Panorama desde el puente quizás encontrarÃa mayor eco en las nuevas generaciones por tratar asuntos más tangibles y un estilo menos solemne. La comparación con otros dramaturgos del siglo XX puede ser también un canon que arrojarÃa más luz. O’ Neill y Williams serÃan los referentes obligados.
Todos eran mis hijos es, con todo, un ejemplo de buen teatro, solvencia dramática y corrección escénica en esta puesta de Franco que lo muestra como un director versátil que se adapta a cualquier género.
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