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Por: Colaborador Invitado — 29 de mayo, 2013
El pasado fin de semana (viernes 24 y domingo 26 de mayo), el Palacio de Bellas Artes albergó el decimocuarto concierto de la Segunda Temporada de la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN). En poco más de una hora y media, esta agrupación, que cumple ya 85 años, nos llevó por un viaje desde el impresionismo francés de Maurice Ravel hasta una SinfonÃa del checo Antonin Dvórak, pasando por el estreno mundial de un concierto para piano y orquesta del mexicano Armando Luna.
La OSN (nominada al Grammy Latino en 2002, y ganadora del premio Lunas del Auditorio en 2004) fue guiada en esta ocasión por el joven (n. 1983) director Andrés Salado, uno de los más prometedores directores de orquesta nacidos en España. Pese a su insultante juventud, este madrileño ya ha actuado en auditorios y teatros tan prestigiosos como el Auditorio Nacional de Música de su ciudad natal (Madrid), el Teatro Dal Verne de Milán o el KKL Luzern en Suiza.
Salado ha dirigido, entre otras orquestas, el Divertimento Ensemble, la Orquesta SinfoÌnica de Oporto Casa da Musica, la Orquesta Joven de Extremadura, la Salzburg Chamber Soloists en la Mozarteum Sommerakademiees y desde el año pasado funge como director artiÌstico y titular de la Orquesta Opus 23.
Como bien nos recuerda Juan Arturo Brennan, al escuchar la La alborada del gracioso de Maurice Ravel es inevitable pensar en la cantidad de composiciones musicales que se han dedicado a celebrar y cantar a las primeras horas del dÃa (¡no sólo Las mañanitas!).
Esta obra nos recuerda también la predilección de Ravel, como la de otros tantos compositores nacidos allende los Pirineos, por la música de origen español, sus bailes y temas. Su famoso Bolero es el ejemplo más claro. Ravel compuso su Alborada del Gracioso (que tituló asÃ, en español), originalmente para piano en honor a su amigo Michel-Dimitri Calvocoressi, aunque luego la adaptó él mismo para una gran orquesta. Fue estrenada en esta versión el 17 de mayo de 1919 por la Orquesta Pasdeloup, bajo la dirección de Rhené-Baton.
Escuchándola, el oyente es testigo de la sabidurÃa orquestal del maestro francés, quien supo transformar una pieza de gran dificultad técnica en una obra que casi invita a la danza, y nos transporta a la época en que los trovadores (que florecieron, curiosamente, en la región ubicada entre Francia y España) cantaban a la mañana sus “albadas”.
La siguiente obra presentada en este concierto fue el plato fuerte: el estreno mundial del Concierto para flauta y orquesta del mexicano Armando Luna Ponce, compuesto especialmente por encargo de la flautista Evangelina Reyes –flautista principal de la OSN–, a quien está dedicado. La propia Evangelina Reyes se encargó de interpretar la flauta en el estreno absoluto de esta obra, acompañada por la Orquesta Sinfónica Nacional en el Palacio de Bellas Artes. Me pregunto: ¿habrán coincidido compositor e intérprete como estudiantes en la Universidad Carnegie Mellon, por la que ambos pasaron en sus años de formación?
En una especie de “apareamiento” (usando las palabras del propio compositor) entre el jazz y lo “contemporáneo”, el concierto consiste en varios movimientos tocados sin interrupción, combinando momentos en que la flauta suena como solista en el sentido tradicional, con otros en los que forma parte de una sonoridad “contrapuntÃstica-camerÃstica”. ¿Renacentista, barroco, o contemporáneo?
Digamos que la obra está escrita en el lenguaje lúdico-ecléctio-neodesmadrista caracterÃstico de Luna Ponce, comenzando y terminando con una “Bacanal†que vertebra todo el concierto con una energÃa y poder expresivo que también son marca de la casa del compositor nacido en Chihuahua (que entre sus influencias lo mismo cuenta a Haydn que a Frank Zappa).
El concierto cerró con la SinfonÃa No. 8 de Antonin Dvórak, compositor checo al que Brahms, cuando fungÃa como asesor del Ministerio de Educación de Austria, apoyó de forma decisiva en el ascenso de su carrera, un hecho poco común en un mundo de competencia como es el de la música de concierto.
Esta sinfonÃa fue estrenada en 1890 en Praga, el 2 de febrero, bajo la dirección del propio compositor, y hace gala de la solemnidad propia del también autor de la célebre SinfonÃa del Nuevo Mundo.
Entre sus cuatro movimientos, destacan el Allegretto grazioso, donde se vislumbran claramente las raÃces eslavas del autor, y el movimiento final, con una gran fanfarria de trompetas que regresa, aumentada y de la mano de la Orquesta al completo.
Un final enérgico y majestuoso para este concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional.
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