El actor invisible en Ediciones El Milagro

Por: Enrique R. Mirabal — 10 de mayo, 2007

Un viaje iniciático con YOSHI OIDA

Ediciones El Milagro presenta El actor invisible de Yoshi Oida Realmente es un milagro en estos tiempos, contar con una editorial dedicada a la publicación de textos teatrales, ensayos sobre dramaturgia y disciplinas afines. Sin pensar en costos, ventas y distribución o el loable apoyo del FONCA, el empeño de una casa editorial (Sor Juana nos refrendaría) como El Milagro no deja de asombrarnos como todo acto maravilloso que escapa a toda ponderación. Más de cien títulos publicados y la aceptación incondicional de profesionales del teatro, estudiantes y lectores en general corroboran lo que podamos escribir en este artículo.

De entre títulos muy particulares que tardarían más de lo debido en encontrar una traducción al castellano, entresacamos La puerta abierta de Peter Brook, Un actor a la deriva de Yoshi Oida o Dirigir cine de David Mamet, este último, uno de los pocos dramaturgos contemporáneos de lengua inglesa, realmente interesante y poco visto en México (la errática adaptación de Actos desafiantes es preferible obviarla).

De Yoshi Oida (Kobe, Japón, 1933), nos entusiasmamos con El actor invisible, escrito en colaboración con Lorna Marshall, quien en verdad funge como interlocutora para introducirnos en el mundo del artista japonés. La publicación mexicana data de 2005 y la traducción es responsabilidad de Georgina Tábora. El prólogo es de Peter Brook, maestro y colega de Oida y uno de los pilares del teatro y el cine en el siglo XX.

A partir de la aparición de iluminados, inductores de quiméricas teorías, en lo absoluto novedosas, que representan una involución del teatro a la elementalidad más primitiva y simplista (va directo y sin más preámbulo a Eugenio Barba et al), quien esto escribe, reconoce haber iniciado la lectura de El actor invisible con algo parecido a la animosidad y dispuesto a abandonar libro y autor a la primera genialidad para apantallar occidentales.

La primera lección de Oida es, precisamente, comenzar por la limpieza del área de trabajo y los prejuicios inician la lista de prescindibles. Limpiar en el sentido estricto de la palabra, mediante la acción que todos conocemos pero realizada de manera muy particular, con las manos apoyadas sobre un trapo mojado en el piso y en el otro ángulo del cuerpo en forma de V invertida o lambda, la punta de los pies, de manera que la cintura quede en el vértice. De cuerpo entero, trabaja la anatomía y la mente se concentra, única y exclusivamente, en la tarea a realizar, nada de disquisiciones sobre las partículas de polvo como microcosmos ni nada por el estilo, el actor limpia cual simple afanadora, eso sí con ritmo y disciplina. Lo que podría parecer, a simple vista, elemental, nos remite a la esencia de toda actividad productiva o creativa. Estamos regidos por un orden universal y determinadas reglas que armonizan la existencia de todo ser.

Esto es sólo el comienzo. Vendrá después la exploración del cuerpo, la respiración, lo introspectivo, la relación con el público, las búsquedas mediante un método que mucho tiene de zen y de la tradición teatral japonesa (noh, kabuki). El actor se prepara prescindiendo de Stanislavsky.

¿Es El actor invisible un libro para uso exclusivo de gente de teatro? Por supuesto que no. La sabiduría oriental, que no es sabia por vieja ni por oriental sino por lógica, es tan útil para el hombre común como para el actor o cualquier artista. Los ejercicios que propone Yoshi Oida derivan de las necesidades básicas del cuerpo y el espíritu. No confundir con autores brasileiros de superación personal y aforismos baratos. El actor invisible es un viaje a la esencia del teatro en su más pura acepción.

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“Uno no debe permitirse salir al escenario sin estar preparado en cuanto al conocimiento del personaje que se interpreta, si el ballet tiene una historia hay que contarla y vivirla lo mas real posible. Como intérprete, el reto es hacer llegar y entender al público la historia solo con los movimientos del cuerpo”, Raúl Fernández, diciembre 2009.