
Por: Colaborador Invitado — 1 de marzo, 2007
Una mujer con expresión de sabia nostalgia, de serena resignación, nos cuenta su historia de niña, cuando huÃa del dolor y el miedo y llegó a un campo muy especial que se convirtió en su casa. En el lugar encontró cobijo pero también a un extraño hombre: hosco, receloso de la pequeña, que habitaba una cabaña en la que ella no era bienvenida. Junto con el hombre vivÃa un singular personaje, en parte hombre, en parte simio, en parte águila, en parte loro, en parte felino, en parte muchos animales y que era conocido como el ser del bosque. Juguetón y travieso entabla amistad con la niña quien poco a poco va descubriendo el motivo de la hostilidad del hombre: el “progreso†está destruyendo el campo, talando árboles, arrasando milpas, matando animales. Y es éste hombre sabio y ancestral el encargado de sanar, con sus conocimientos amorosos y casi mágicos, a los animales heridos, de proteger el campo aunque la tarea resulte siendo trágica. AsÃ, la niña encuentra su camino en la vida y sigue adelante convertida ahora en tierna guardiana de la fragilidad del mundo, en parte flor, en parte campo.
Le champ, texto de la actriz y dramaturga canadiense Louise Bombardier es traducido al español por Boris Schoemann y llevado a la escena por Alberto DomÃnguez como Un campo.
Es un montaje interesante en cuanto está impregnado del espÃritu que anima la dramaturgia canadiense para niños y jóvenes. En la construcción de las historias y los conflictos no se autolimitan ni determinan por el público al que van dirigidos. Es decir, no subestiman la capacidad de comprensión ni la sensibilidad del pequeño espectador. No escatiman temas, por más escabrosos que puedan parecer.
La dramaturgia canadiense (el propio Schoemann nos presentó hace algunos años otro ejemplo con La historia de la oca de Michel Marc Bouchard) es audaz en sus formas y contenidos, en comparación al menos con el teatro para niños que puebla nuestra cartelera donde las historias son lineales, los conflictos claros y los desarrollos más o menos transparentes, llegando a finales felices o satisfactorios para el espectador.
AsÃ, Un campo es una puesta en escena simbólica de principio a fin. En el escenario vemos un campo que es todos los campos y al mismo tiempo algunos elementos escénicos nos remiten a “nuestro†propio campo. Los personajes y sus historias se van mostrando parcialmente, como piezas de rompecabezas que sólo hacia el final serán comprendidos y aún asÃ, dejan mucho de ellos en las sombras. Son personas y seres llenos de claroscuros que llevan a cuestas un dolor escondido pero están abiertos a la alegrÃa, al juego, a la ternura, a la sorpresa. En este aspecto el trabajo del cuadro actoral logra crear personajes vivos y complejos que se alejan con habilidad de los estereotipos. Desde Lourdes EchevarrÃa, la niña que está huyendo de un “horror†que le deja cicatrices en el cuerpo y la lleva a encontrar en este sitio un hogar, pasando por Olga González, la mujer que narra la historia y cuya expresión y contención emocional le dan un carácter conmovedor. Roberto RÃos (Raki) aporta la experiencia y madurez actoral decantadas en un personaje que se lee milenario, sanador, sabio, profundo y mÃstico. Lo mismo asusta que inspira respeto. Conmueve y provoca ternura sin pasar por encima de sus compañeros intérpretes. Miguel Ãngel Barrera encarna al ser del campo con una dinámica propuesta corporal que se salva de caer en el lugar común gracias a su honestidad emotiva y al aspecto desconocido de la historia de su personaje.
EscenografÃa, vestuario e iluminación se conjugan en la visión del director para crear un espectáculo con elementos mÃnimos, los suficientes para que la historia y sus personajes sean lo más importante, volviéndolo un teatro Ãntimo. Algunos detalles dan brillantez al juego escénico, como los hermosos animales-tÃteres, el sol y la luna (con su conejo escondido) realizados con hoja de lata y que remiten a la tradición popular de nuestro paÃs y de nuevo a la gente de campo. La dulce sonoridad de la poesÃa prehispánica (en náhuatl, por supuesto) que recita con deleite el hombre, contribuye a matizar este campo y a volverlo entrañable.
Un campo no es una puesta en escena fácil para el espectador. Demanda algo más que complicidad y disposición por conocer una historia. Pide aguzar sentidos y entendimiento, de ahà lo valioso del trabajo: proponer un reto al espectador. Por eso, aunque el programa de mano recomienda la obra para un público mayor de seis años, quizá sus destinatarios ideales sean niños más creciditos, jóvenes incluso.
En este sentido vale reflexionar sobre el camino en el teatro para niños que van marcando creadores como Alberto DomÃnguez, Luis MartÃn Acosta o Boris Schoemann, entre otros. Su propuesta estética sin duda enriquece el ámbito escénico para niños elevando la exigencia a creadores, productores, instituciones y públicos. Su concepción se agradece, aunque no deben perder de vista que la dramaturgia canadiense responde a un contexto donde los niños y jóvenes cuentan con un bagaje (artÃstico y cultural) muy distinto al de los públicos de nuestro paÃs.
Por ello es importante que los niños vean esta obra acompañados realmente de sus padres o adultos, no sólo para estar juntos, sino para conversarlo juntos, reflexionarlo juntos, entenderlo juntos, gozarlo juntos. Un campo se presenta los domingos de marzo (12 y 13:30 hrs.) en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico.
Lo invitamos a que asista sin dudarlo a ver este montaje. Sus niños o sus jóvenes lo disfrutarán o recibirán con desconcierto. Pero indiferentes no saldrán.
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