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Por: Enrique R. Mirabal — 16 de octubre, 2013
El Corsario, ballet en tres actos y Los Ballets Rusos: dos programas de puro ballet…
La gran tradición de los Ballets Imperiales en Rusia comienza en el siglo XIX de la mano de los zares y se extiende hasta la Revolución de Octubre de 1917. Con los soviets en el poder, ocurrió lo impensable. El nuevo régimen querÃa mantener la aristocrática tradición y convertirla en un arte popular.
En vez de la visita de los aristócratas a la caza de jóvenes bailarinas en espera de un padrino, irÃan los miembros de la ¨intelligentsia¨ y militantes del partido. Lo importante, conservar un emblema al servicio de los nuevos principios.
La encargada de mantener y reanimar la escuela imperial serÃa Agripina Vagánova, pedagoga creadora de un método que, hasta nuestros dÃas, identifica a la más prestigiosa escuela de ballet del mundo, al menos para quienes consideramos este sistema como el más orgánico y canónico entre todos.
De Vagánova y los Ballets Imperiales deriva la actual compañÃa que nos visita y debe su nombre al Teatro que la cobija, es decir, el Mariinsky de San Petersburgo, conocido en la era soviética como Kirov de Leningrado.
Cantera de gloriosos bailarines que hicieron carrera en la Unión Soviética pero fueron desconocidos en Occidente más los pocos que aprovecharon las giras internacionales para pedir asilo y brillar en Europa y los Estados Unidos, hoy, la muy numerosa compañÃa del Mariinsky viaja una vez más a México para bailar en el Auditorio Nacional.
El corsario, un clásico de la compañÃa, fue visto en el Auditorio hace unos años y despertó entusiasmo en el público que, por primera vez, podÃa ver la versión completa de la coreografÃa. Esta puesta que ahora regresa es heredera del original de Marius Petipa, revisado varias veces por el propio coreógrafo y por otros como Piotr Gusev quien la montó por primera vez en el Bolshoi.
Otras adiciones y revisiones se deben a los directores artÃsticos del entonces Kirov, Konstantin Sergeyev, y del Bolshoi, Yuri Grigorovitch, en sus respectivas compañÃas. El corsario de los petersburgueses deriva de las intervenciones -como describen los snobs a las intromisiones y metidas de pata- tanto de Gusev como de Sergeyev.
En este punto, vale aclarar que la mayorÃa de los ballets del siglo XIX y sus posteriores puestas al dÃa en los siglos XX y el XXI, se caracterizan por la omisión y/o adición de fragmentos, cambios en el orden, reorquestación de la música de origen y por intercalar piezas de otros compositores ajenos a la concepción del ballet.
Ni el mismÃsimo Tchaikovski pudo salvarse de estos atropellos, si bien, los más afectados por esta inmisericorde retacerÃa es más común en los ballets de Adam, Pugni, Minkus y Drigo, quienes también hicieron de las suyas con otros compositores. Muchas de las variaciones para lucimiento de la prima ballerina de la compañÃa, eran sustraÃdas de otros ballets y coreografiadas para resaltar las habilidades y disimular las carencias de la intérprete.
Con todo este pandemónium de alteraciones, rescatamos el brillo y el deleite de ver a los bailarines rusos, el lúbrico sentido del espectáculo y la sensación de estar lo más cerca posible al estilo y la manera de bailar de los orÃgenes del ballet clásico. ¿Pura arqueologÃa? También está el placer estético y las ganas de pasársela bien entre arabesques, valses y gallops.
El segundo programa que ofrecerá el Mariinsky en el Auditorio es un merecido homenaje a Les ballets russes, esa compañÃa for export que creó y propulsó el empresario Serge Diaghilev a comienzos del siglo XX. Hombre culto, refinado y megalómano, Diaghilev se aburrÃa en los Ballets Imperiales que acabamos de describir.
Junto a notables artistas de todas las disciplinas, emprendió el largo viaje a ParÃs para mostrarles a los europeos occidentales todo el color y la fuerza telúrica de los bárbaros del oriente. Stravinsky, Goncharova, tiempo después Prokofiev, Cocteau y hasta los surrealistas se montaron al carro de Les ballets russes o de las compañÃas diversas en las que se dividió la original a la muerte de Diaghilev en 1929.
Las vanguardias del siglo XX, los movimientos y corrientes que de ellas derivaran, tienen su epicentro en ParÃs y mucho le deben a la visita de los rusos que, además de ballet también llevaron óperas: Boris Godunov de Musorgsky, las Danzas polovtsianas de El prÃncipe Igor. En el Théâtre des Champs Élysées de ParÃs, se estrenó con escándalo incluido, La consagración de la primavera de Stravinsky-Nijinsky-Roerich en 1913. Estamos celebrando el centenario.
El Homenaje a los Ballets rusos está conformado por tres ballets de Mijail Fokin (Michel Fokine), coreógrafo estrella de aquella compañÃa, hasta que apareció Nijinsky en la vida de Diaghilev. Les Sylphides, un clásico del neo-romanticismo que se baila en toda compañÃa que se precie de tener los momentos clave en la evolución del ballet, es el único de los tres que integran el programa que no es propiamente compuesto por un ruso.
Sin embargo, el orquestador de las piezas para piano del polaco Chopin, es el ruso Glazunov quien armó una suite a la que bautizó como Chopiniana, nombre que aún se usa en Rusia para denominar este ballet. Ballet blanco (no hay más que observar el vestuario), sin argumento, una evocación de sÃlfides danzantes en el bosque para inspiración del poeta (único elemento masculino en un ballet con diecinueve bailarinas, aproximadamente, según el montaje sube o baja el número).
La segunda pieza, Petrushka de Stravinsky, una obra angular de la música moderna (si se escucha atentamente, encontraremos el origen de muchas partituras del siglo XX). Música muy rusa, orquestada con una maestrÃa heredada de sus compatriotas, principalmente de Rimsky-Korsakov y de Tchaikovsky, la máxima inspiración de Stravinsky.
La historia sobre el muñeco de las ferias (Petrushka) que cobra vida y persigue a la desdeñosa bailarina es un equivalente de los personajes de la commedia dell’arte italiana en el ambiente ruso, es decir, Pierrot y Colombina. Fokine coreografió su Petrushka con muchos toques que anuncian los recursos del ballet contemporáneo pero con inspiración y convicción.
Cierra la noche (de Las mil y una), con Sheherezada, una reinterpretación del harén sin eunucos, sensualidad insinuante y riqueza colorista como marco de pasiones desbordadas. El orientalismo en todo su esplendor con toques eróticos y la oportunidad de despliegue de musicalidad más que de pirotecnia por parte de los bailarines.
Qué extrañamos en esta visita del Mariinsky. El no habernos importado sus recreaciones de ballets como La fuente de Bakhchisarai, Ondina de Pierre Lacotte o El despertar de Flora, hubiera sido algo interesante para quienes ya vimos su Corsario. Por lo pronto no hay que perderse al Ballet del Teatro Mariinsky en el Auditorio Nacional, una presentación que pocas veces suceden en nuestro paÃs…
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