
Por: Enrique R. Mirabal — 1 de junio, 2006
La noche del 26 de mayo se escuchó, por primera vez en México, la voz de Kiri Te Kanawa en el Palacio de Bellas Artes. En una Gala patrocinada por Pro Opera y con la participación de la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de su titular Enrique Diemecke como acompañante de la soprano neocelandesa, el boletaje para el concierto se agotó en dÃas previos y, el grado de euforia y expectación rebasó los pronósticos.
Tal y como era de esperarse, el programa escogido inclinó la balanza hacia la música anterior al romanticismo y sólo guardó para el final dos arias del verista Puccini, uno de los autores predilectos y más socorrido en el repertorio de la cantante. El arranque, impulsado por el barroco Antonio Vivaldi con tres arias de sus casi siempre desconocidas óperas -no es el caso de que el rubicundo padre no las hubiera escrito con ganas y oficio sino que simplemente, con el advenimiento de Mozart y Rossini, desparecieron de los escenarios-.
Armoniosas partituras con posibilidad de fiorituras belcantistas que fueron bien colocadas para un inicio de concierto, cantadas con serenidad, sin pretensión de impactar sino más bien de crear una atmósfera que predominara para el resto de la noche: empatÃa, admiración y respeto.
Si hay algo que destacamos en la anterior colaboración y reiteramos ahora, es la mesura, el buen gusto y la sabidurÃa de la cantante, cualidades puestas de manifiesto desde la elección del repertorio hasta la emisión final de las frases y notas ante el público. Ese saber hasta dónde llegar y no pretender ir más allá, premisa a la que ha sido fiel Te Kanawa desde sus inicios hasta el dÃa de hoy, evidentemente en la hora crepuscular.
La música escogida fue también un pretexto para calentar cuerdas vocales y medir la emisión y la recepción, es decir, el alcance de la voz y el efecto en el auditorio. A pentagrama seguido, el único compositor que no podÃa faltar en esta noche, el festejadÃsimo Mozart, el mismo que marcó el debut oficial de Te Kanawa ante el público londinense. Primero, “La clemenza di Tito” y “Zauberflöte” para seguir después de la obertura-paréntesis obligatoria con “Le nozze di Figaro”, ópera de la que hizo toda una creación y de la que hay testimonios grabados y filmados. En los momentos en que la partitura demandaba subir los tonos hasta alcanzar agudos imprescindibles (no los que agregan a su libre albedrÃo las divas), Kiri fue más que cautelosa, casi dirÃamos que le apostó a la templanza como virtud capital y siempre al lÃmite de sus posibilidades.
En el comienzo de la segunda parte, de nueva cuenta, Mozart pero no sus óperas sino arias de concierto: ligeras, alegres, románticas en sentido estricto del término y más disfrutables para quienes siguieran la letra en italiano o alemán o el supertitulaje en castellano que presidió todo el programa hasta inclusive los encore. Para finalizar, un aria de “La Bohème” y otra de “Manon Lescaut de Puccini”, no las de bravura sino las más expresivas en moderato cantabile, subrayarÃa Marguerite Duras.
A petición del público, que la ovacionó de pie, tres encore: cantados en italiano, español y maorà a capella. Nadie salió decepcionado, se dirÃa que mas bien, todos muy agradecidos de ver y oir aunque sea por una sola vez en México a la soprano lirico más notable de los últimos treinta años. La elegante Kiri Te Kanawa dejó su huella con este uniforme concierto, a media voz como dicen que se canta al amor, sin ningún momento que eclipsara a los demás, con profesionalismo y con un equilibrio estético que nos hizo evocar un apacible atardecer de otoño.
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