
Por: Enrique R. Mirabal — 4 de febrero, 2011
¿Por dónde empezar? ¿Por el Palacio recién transformado como templo de las artes entre las que se incluye el teatro y, de paso, que esta representación sirva para calibrar la nueva acústica?
Pues, al igual que antes de la remodelación, más del veinte por ciento de los parlamentos quedaron volando como la paloma que saca Charlotte Ivanovna de su chistera y, del resto, salvo en los momentos en que los actores se colocan de manera frontal al público –se evitó al máximo el recurso decimonónico pero aquà sà venÃa al caso- las frases quedaban truncas, en ocasiones, ininteligibles y con reverberante estridencia en otras. La conclusión queda en los oÃdos del espectador.
Vamos a la puesta que es la definitoria. Recuerdo, a casi tres décadas de distancia, cuando nos visitó un clásico teatro moscovita interpretando a Chéjov, sin supratÃtulos ni artificios.
La reacción de la mayorÃa del público que, salvo que hubieran leÃdo el texto traducido al castellano, no entendÃa nada de lo que se decÃa en escena, reaccionó de manera efusiva: la puesta perpetuaba los principios de Stanislavsky aderezados con la tendencia o predisposición natural de los eslavos al melodrama teñido de melancólicos acentos, a ratos grandilocuentes y palmarios en su cinematografÃa clásica.
Algo de esto quiso reproducir Luis de Tavira, director de la puesta y de la CompañÃa Nacional de Teatro, en El jardÃn de los cerezos de Antón P. Chéjov (1860-1904) que abriera la temporada 2011 del Palacio de Bellas Artes.
El marco adecuado para una representación en contexto finisecular ruso comienza con una debida ambientación. En esta versión se consigue a partir de una ostentosa escenografÃa de Philippe Amand y al vestuario de Carlo Demichelis y Elena Gómez Toussaint, a la altura de una superproducción, tal vez ajena a las intenciones del autor o al intimismo que norma la mayorÃa de las versiones tanto rusas como británicas, por citar las emblemáticas pero que, pensando en las particularidades del Palacio y, en cierta medida, del Teatro de las Artes del CENART donde continuará la temporada –a partir del 10 de febrero–, pueden justificar la jactancia.
En la noche del estreno, del diseño de iluminación de Amand, poco podrÃa decirse pues la programación computarizada de las luces falló -averigüe usted las posibles causas-, al extremo de que algunos pensaron que se trataba de un intento de extrañamiento por parte de los creadores, suposición justificada por el diseño sonoro, émulo del sensurround. ¡A presumir sea dicha, la nueva tecnologÃa del Palacio!
El universo chejoviano es crepuscular por definición , la época en que se escribió El jardÃn de los cerezos, casi al final de la vida del autor, resume mucho la esencia de esa sociedad que anticipa, como la etapa previa a los terremotos, la debacle.
Lo que sigue, de Rasputin a Stalin y sus efectos catastróficos, no es justificante para imprimirle un ritmo moroso, dilatado, con insalvables silencios que quizás reflejen más la falta de ensayos que un predeterminado sello distintivo de la dirección. Habrá que ver más adelante.
El ecléctico reparto exhibe su disparidad en momentos clave de la trama, anulando intenciones o haciéndolas pasar inadvertidas. El papel de Liubov Andrevna o Andreyevna, como también lo traducen, es un personaje que toda actriz madura ambiciona por la sutileza interpretativa que demanda, por los matices que debe grabarle a su carácter y por la imperiosa presencia escénica necesaria para hacerlo creÃble.
Julieta Egurrola cumple con el último requisito mas sus inflexiones vocales en un registro muy agudo van más acorde con lo fársico que con la delicadeza inaprensible que se antojarÃa para su Liubov.
Luis Rábago es fiel a su imagen y no hay director que le haga entrar en razón. Entre los demás actores, casi todos rozan la caricatura de sus personajes más que la esencia de estos. Modulaciones de viejo cuño, pausas innecesarias en medio de parlamentos que requieren fluidez y naturalidad provocan un desbalance entre intenciones y resultados.
Por encima de todo, el texto original se conserva bastante fiel a las traducciones conocidas al castellano (cambiar verstas por kilómetros es pura conversión métrica). Los bailables nunca evocaron los ágapes a la rusa, más bien parecÃan extraÃdos de algún western de John Ford y la música hebrea (sic en el original) suponemos que se refiera, con toda propiedad, a un conjunto klezmer pero sonó a banda de gitanos en la ex-Yugoslavia de la que se mofa Kusturica en sus filmes.
Si de comparar se trata, esperemos a las transmisiones vÃa satélite en el Lunario de la versión de The Cherry Orchard del National Theater de Londres, compañÃa equivalente a la CNT mexicana, tanto en asumida representatividad oficial como en presupuestos holgados.
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